Queridos hermanos, paz y bien.
Hay un
lugar muy querido en el Antiguo Testamento para los judíos, lo que llaman:
“Shemá Israel” (Escucha Israel), es el pasaje que hemos escuchado en la primera
lectura: Deuteronomio (6,2-6)
A la
pregunta que el escriba hace a Jesús « ¿Qué mandamiento es el primero de todos?», el responde con este
hermoso testo de la Shemá, : «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el
único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente, con todo tu ser.»
La vida era muy complicada en tiempos de Jesús, Me refiero a la vida del
verdadero creyente judío, con sus más de 600 normas, positivas y negativas, que
debían cumplir. Y es que a veces
volvemos a la vida demasiado complicada,
Cuando
la vida se embrolla – también la Vida Religiosa –se siente la necesidad de
poner orden y de simplificar. Lo que el escriba quería, a fin de cuentas, era
poder conocer y vivir lo esencial. Dejar de vivir abrumado por el peso de las
normas, y sentir la alegría de la oración y del encuentro con Dios. Vivir lo
importante. Y lo más importante es el amor.
El
Maestro, en su repuesta, une los dos mandamientos que ya aparecían en el
Antiguo Testamento en el Deuteronomio y en el levítico: amar a Dios y amar al
prójimo.
Amar a
Dios con todo el corazón significa actuar con toda la emoción, voluntad y
decisión de acuerdo a la voluntad de
Dios. Para ello Dios Padre está por encima de todo, no hay lugar para los
ídolos. Nuestra responsabilidad única es santificar y reconocer la santidad de Dios que es la fuente del amor y
del bien
Amar es
ser pequeño, querer que el Reino de Dios
esté en nosotros. Y para ello debemos ser obedientes a la voluntad de Dios.
Un amor
que va en dos direcciones. Hacia Dios, sabiendo escucharle, adorarle
encontrarnos con él en la oración, amar lo que ama él. Y hacia los hermanos,
hacia el “prójimo”, ser del reino es ser servido de los hermanos, especialmente
de los más débiles. “No se puede decir
que amas a Dios, a Quien no ves, si no amas al hermano, al que ves”, dice el
apóstol Juan. (1 Jn 4, 20-21)
Para
amar a los demás, es necesario estar reconciliado con uno mismo. Amarse a uno
mismo es la condición para poder amar a los otros. Si nos detestamos, también
seremos agresivos con los demás, en nuestro trato con ellos. Aceptarnos nos
permite sentiremos más libres para amar a los demás. Por eso pedimos: danos el pan de cada día para poder
amar.
Recordemos siempre que el primero que nos ama
es Dios. Y, partiendo de la experiencia de su amor, podemos amar y perdonar a los otros.
Este
letrado no parece que se convirtiera en seguidor de Jesús, como el ciego
Bartimeo que escuchamos el domingo pasado. Es que estar “cerca” no significa
estar “dentro”. No nos dejes caer en la
tentación.
Si es
nuestra situación, si sentimos que todavía no amamos a Dios sobre todas las
cosas, o al prójimo como a nosotros mismos, no está todo perdido. Siempre se
puede volver a andar el camino a Jerusalén con Jesús, para seguir acercándonos,
para seguir centrándonos en Dios. Porque seguro que no estamos lejos del Reino.
Líbranos del mal