LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DEL CRISTIANO
“La Eucaristía contiene
todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona”
Presbyterorum Ordinis, 5
Tomado del artículo: La
misa, celebración y experiencia para aprender a ser. De Rufino Meana Peón S. en
la Revista Sal Terrae de Noviembre del 2025
La celebración, tanto por su contenido como por su forma, va
modelando y modulando, casi inadvertidamente, a quienes participan de ella
asidua y conscientemente.
Tenemos presente la afirmación de
que el cristianismo “No es mera doctrina, ni sólo ética, sino que remite a
hechos fundantes: a la persona de Cristo, a su muerte y resurrección y a la
experiencia originaria del Espíritu; por tanto, a Dios en tiempo, mundo y
cuerpo”. (González Cardinal)
Por eso, se puede decir que el sacramento no es algo que
ocurre “fuera de uno mismo”, sino una relación que transforma. Así, participar
en la Eucaristía es entrar en la historia misma de Cristo que se entrelaza con
la propia historia personal; una relación que transforma la existencia concreta
de la persona que participa conscientemente del rito.
Para ello, los participantes deben permitir que la narrativa
divina les conforme, algo sólo posible en una celebración participativa donde
los fieles se sientan implicados y asistiendo a un ‘acto y asistiendo a un ‘acto performativo’ en donde los
valores del Reino de Dios (amor, entrega, comunidad, esperanza) se actualizan en
el altar y en los presentes.
Un drama existencial vivido en comunidad
La
dimensión esencialmente comunitaria del cristianismo nos recuerda el
incuestionable carácter relacional de la persona; somos individuos
interdependientes. Esto significa que, desde el mismo momento de la gestación, vamos siendo un organismo que sólo
puede llegar a ser maduro y pleno si lo hace vinculado a otros: con presencia
social significativa, sentimiento de pertenencia y con férreos vínculos
personales.
Esto quiere decir que el simple “estar juntos con otros [“togetherness”] es suficiente para amplificar incluso la intensidad de
sensaciones físicas; sin amigos o familia, incluso las más extraordinarias
experiencias físicas o psicológicas resultan decepcionantes.
El mensaje evangélico se sostiene sobre esta realidad humana.
No sólo ofrece una constante invitación a descentrar la mirada de uno mismo
para focalizar la atención en el otro en cuanto necesitado; además, ser
cristiano sólo se puede en comunidad, en Iglesia.
Cada individuo se inserta en una historia de relación con
Dios compartida a lo largo de los siglos y en el presente; comunidad a través
de la cual, con la ayuda del Espíritu, se va desvelando el plan de Dios para el
ser humano.
La celebración de la Eucaristía reúne la imprescindible
experiencia individual de Dios con la dimensión colectiva donde se comparte esa
experiencia; otorga a los demás la capacidad de ser interlocutores válidos para
discernir la propia vida y la vida de la Iglesia.
La comunidad eclesial es el lugar del discernimiento, una
piedra angular de la espiritualidad cristiana. Discernir supone ser capaces de
sospechar que lo que parece de Dios y bueno, tal vez no sea ni bueno ni de
Dios.
La celebración comunitaria no rebaja la experiencia personal
del Espíritu, la cuida no la sustituye. Es
importante insistir en esto último porque las celebraciones grupales que se
vuelven indispensables ‘para encontrar
a Dios’ suelen terminar en sectarismos donde el síntoma principal es la
anulación del sujeto, abducido por el grupo, con sensaciones y emociones
inoculadas que no provienen de su personal relación con Dios; un simple
contagio emocional colectivo un simple contagio emocional colectivo aupado en
gestos, cantos y recitación de textos. La Iglesia tiene claro el peligro de
manipulación emocional, alienación y sectarismo de algunas malas prácticas.
Que oportuna la observación que nos dice que los cambios en
los individuos siempre se presentan de modo gradual, inadvertido pero
significativo y permanente. Los giros de personalidad radicales y sorprendentes
siempre son sospechosos de ser meras apariencias, impostaciones poco duraderas
y profundas.
La fuerza de un buen relato
El
relato evangélico sobre el modo de ser y estar de Jesús de Nazaret formula
aspectos que el oyente descubre como propios, para los que no había encontrado
palabras; gestos y modos de ser que uno capta en sí
mismo, anhelos personales que no había sabido
formular.
Acudir a misa modela y modula nuestro modo de vivir en el
mundo no sólo por la acción de la Gracia, también por acudir a esa experiencia
individual y comunitaria en disposición de resonar armónicamente con el relato
y su protagonista para descubrirse a uno mismo en Él.
Una relación presencial
La
Eucaristía no es una acción que realiza un lejano sacerdote a la que un grupo
de fieles asiste pasivamente, como oyentes. Lo que se propone en la celebración
es una auténtica experiencia existencial para todos los presentes en la que se
produce una irrupción del tiempo sagrado en el tiempo profano que deja afectado
a este segundo.
Esto sólo puede ser si los participantes lo hacen con plena
conciencia de lo que están haciendo en las oraciones, en los gestos, en la
escucha activa de la Palabra, etc. El reto pastoral, por tanto, está en lograr
un ambiente celebrativo donde todos tengan un compromiso psicoespiritual
profundo con lo que ocurre.
Ofrecer una celebración bonita y alegre sin
más o un rito formal y teológicamente perfecto, pero sin eco en los asistentes,
no sería suficiente.
En el transcurso de la Eucaristía
uno ensaya cómo ser ‘alter Christus’ para poder ir siéndolo en la vida en la
medida de las propias posibilidades hasta, tal vez, poder afirmar como San
Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi” (Gal. 2,20).
Esto es un camino de conversión
que sólo puede andarse conscientemente con
constancia y paciencia con uno mismo.
El Papa Ratzinger es muy claro al subrayar la importancia de
la dimensión
participativa de la Celebración Eucarística y alerta del peligro de mecanizar el rito convirtiéndolo
en algo alejado de la existencia de los participantes, cayendo incluso en un
intento de manipulación de Dios: “la adoración de Dios se convierte en un girar
sobre uno mismo (...) un culto que se busca a sí mismo, convirtiéndose en una
especie de autosatisfacción
insustancial.
Sólo desde un encuentro personal con Cristo en contexto
litúrgico se pueden producir los movimientos internos necesarios para que se
den cambios humanos tangibles.
No podemos olvidar que la muestra de que la vivencia
religiosa es auténtica
es que el sujeto va estando en el mundo de modo diferente, más al estilo de Jesús, colaborando con la Obra de la Redención
en donde trabajar en favor del ser humano en cuanto necesitado se va volviendo prioritario.
Acoger incondicionalmente, perdonar, escuchar, ofrecerse, compartirse o apoyarse mutuamente son
actitudes humanas posibles para todos que Jesús de Nazaret vivió hasta el límite y aparecen en la Eucaristía.
En este punto es importante En este punto es importante
insistir en que la transformación personal es un largo camino cargado de
fracasos y de setenta veces siete nuevas oportunidades para el que es
indispensable asumir la propia impotencia y pecado24; conviene ser muy
consciente de uno mismo cuando hablamos de buscar alcanzar ideales
antropológicos. Siempre estará acechando la tentación de verse a uno mismo
perfecto y ‘limpio’ por asistir a misa (Lc 18,19-14); uno nunca cambia por el
mero hecho de desearlo, el cambio lleva tiempo, esfuerzo y la verificación que
da la realidad: ‘Por sus frutos los conoceréis’ (Lc 6, 20).
Hay personas que se sienten perfectos cristianos,
satisfechos de sí mismos, merecedores de la más alta recompensa; no es extraño
que sean despiadadamente duros con los fracasos e impotencias de otros.
“Lo importante no es la ausencia de imperfecciones, sino la
pasión, la generosidad, la comprensión y la simpatía hacia el prójimo, la
aceptación de nosotros mismos con nuestros errores, nuestras
debilidades, nuestros defectos y virtudes, tan semejantes a los de nuestros
antecesores y descendientes” (Rita Levi-Montalchini).
Poseer un ideal
humano como el que plantea Jesús,
con conciencia de impotencia y de recibir constantemente una nueva oportunidad,
ayuda a vivir en tensión, en camino, sin estancarse, pero sin engañarse por
pensar que uno ha llegado; además nos vuelve humildes,
solidarios y compasivos ante el fracaso ajeno. Esto es el testimonio de Jesús en la
Eucaristía que se convierte para nosotros en un instrumento privilegiado para
un camino personal de conversión.
Algunos aprendizajes
“Necesitamos una amplia
alianza humana, fundada no en el poder, sino en el cuidado; no en el lucro,
sino en la generosidad; no en la sospecha, sino en la confianza”. León XIV
Con
demasiada frecuencia, nuestra religión ha sido instrumentalizada perversamente
dando como resultado el efecto contrario al enunciado: maltrato y división
frente a compasión y unidad.
Los ritos, los dogmas y la moral pueden ser utilizados
indebidamente como vectores que definen una identidad grupal que habría que
asumir para ser ‘uno de los nuestros.
Un uso perverso de la religión de Jesús de Nazaret por
utilizar un ámbito sagrado, palabras de concordia y benevolencia, al servicio
de todo lo contrario; un claro ejercicio de
tomar el nombre de Dios en vano, al servicio de propio poder personal y
colectivo, ideológico y material.
Para los cristianos, la singularidad de cada individuo
humano es incuestionable e inviolable, ahí reside su dignidad, el gran valor
innegociable que proclama el Evangelio. Generar
un mundo sin divisiones no es generar un mundo uniforme; la primacía del amor
en las relaciones interpersonales y sociales está al servicio de respetar la
singularidad de cada persona que, sin embargo, es percibida como semejante. Es
la base de la catolicidad (universalidad) de la Iglesia de Jesucristo.
Para promover una cultura del encuentro y del cuidado
debemos aprender a mirar al otro como semejante, por tanto, más desde lo que
nos une que desde lo que nos separa. “Que el Señor
esté con vosotros”.
La iglesia no se reserva el derecho de rechazar a ningún ser
humano, como no lo hace el Dios de Jesús de Nazaret. La primera enseñanza de ir
a la iglesia se encuentra en la puerta abierta y en el banco compartido. Formar parte de una inimaginable diversidad de circunstancias humanas y de personalidades a la que
llamamos Pueblo de Dios.
Cada individuo es criatura amada y, por tanto, absolutamente respetable, templo del Espíritu
Santo (1Cor. 6, 19). Entrar en la iglesia es entrar en un contexto de equidad,
amor y paz; eso marca un modus operandi para quien entra que está llamado a
exportarlo al salir de la celebración.
Pedir perdón, perdonarse, reconciliarse para caminar hacia una
cultura del encuentro y el apoyo mutuo desde la compasión. Lo primero que hace
un sujeto en la Celebración Eucarística es reconocerse imperfecto, pecador; todos, en voz alta para que todo el mundo lo
sepa, para que caigamos en la cuenta de nuestra solidaridad en la impotencia. “Yo
confieso ante Dios… y ante vosotros, hermanos”.
Podemos destacar el esfuerzo por reconocer nuestro
pecado de omisión. No basta con no haber hecho algo malo, malas
obras o malos pensamientos, sino que es importante considerar cuánto bueno podríamos haber hecho y no hicimos. La gran parábola del pecado de omisión es la parábola del buen samaritano
(Lc 10:25-37) donde se muestra que lo propio de ‘los de Jesús’ es actuar
impulsivamente desde la compasión; no hacerlo es pecar por omisión.
‘Por mi culpa’. Se trata de un acto de
reconocimiento de estar en posesión de libertad suficiente como para tratar de ser dueños de los
propios actos, para poner los medios y vivir al estilo de Jesús de Nazaret; al
menos, de la voluntad de volver a intentarlo setenta veces siete.
Termina el momento penitencial con un importante ‘que
roguéis por mí ante Dios”. Rogar los unos por los otros es un primer
paso de responsabilización, buscar y desear lo mejor para ellos; custodiar al
otro diferente como si fuera uno mismo, nos convierte en sacramentales para
ellos, una extensión del amor misericordioso del Creador.
Escuchar a la Palabra de Dios. No
somos autosuficientes que interpretan el vínculo con Dios y con los demás a
nuestra manera. Hemos sido recibidos de Dios, en Dios está el criterio último
sobre el modo de ser humano y en Jesús su respuesta encarnada. Jesús es la
Palabra última y definitiva de Dios para el ser humano y, por tanto, una
invitación a seguir avanzando, es decir, a cambiar. Si escuchar el evangelio en
cada misa no interroga al propio modo de proceder, se está escuchando mal, sin la atención o la
disposición debida.
Del Ofertorio al ofrecimiento. Los
frutos del trabajo y del esfuerzo, se reciben
con agradecimiento, no con sensación de
merecimiento. Uno no es propietario de la realidad creada ni de su finalidad.
‘Por Cristo, con Él y en Él’. Toda materia está en adelante encarnada...
desde la encarnación del Hijo...en la encarnación, lo Divino penetra tan bien
nuestras energías de criaturas, que
para encontrarlo y abrazarlo no podríamos hallar
mejor medio que nuestra propia acción... en la acción me adhiero al poder
creador de Dios... me convierto no sólo en su instrumento sino en su
prolongación viviente”.
La Eucaristía invita a caer en la cuenta de que todo lo
creado sea visto como huella de Dios y a que toda acción humana sea instrumento
de la irrupción de lo trascendente en la realidad. Esto descentra la mirada del
propio ego focalizando el sentido de la propia existencia en el querer e
interés de Dios; exorciza cualquier tentación de protagonismo.
Comunión, bendición y envío Tras la comunión, el gran
gesto de la unión
fraterna en Cristo viene la consecuencia: el envío en
misión. La despedida “podéis
ir en paz” se contrapone directamente con toda
posible narrativa de confrontación.
¿Quieres honrar el
cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando anda desnudo.
No lo vayas a honrar aquí dentro con paños de seda, mientras allá fuera lo
olvidas a Él, afligido del frío y la desnudez (...) Aprendamos a ser sabios y a
honrar a Cristo en la forma que él quiere.
San Juan Crisóstomo
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