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martes, noviembre 11, 2025

LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DEL CRISTIANO

 


LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DEL CRISTIANO

“La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona” Presbyterorum Ordinis, 5

Tomado del artículo: La misa, celebración y experiencia para aprender a ser. De Rufino Meana Peón S. en la Revista Sal Terrae de Noviembre del 2025

La celebración, tanto por su contenido como por su forma, va modelando y modulando, casi inadvertidamente, a quienes participan de ella asidua y conscientemente.

Tenemos presente la afirmación de que el cristianismo “No es mera doctrina, ni sólo ética, sino que remite a hechos fundantes: a la persona de Cristo, a su muerte y resurrección y a la experiencia originaria del Espíritu; por tanto, a Dios en tiempo, mundo y cuerpo”. (González Cardinal)

Por eso, se puede decir que el sacramento no es algo que ocurre “fuera de uno mismo”, sino una relación que transforma. Así, participar en la Eucaristía es entrar en la historia misma de Cristo que se entrelaza con la propia historia personal; una relación que transforma la existencia concreta de la persona que participa conscientemente del rito.

Para ello, los participantes deben permitir que la narrativa divina les conforme, algo sólo posible en una celebración participativa donde los fieles se sientan implicados y asistiendo a un acto y asistiendo a un ‘acto performativo’ en donde los valores del Reino de Dios (amor, entrega, comunidad, esperanza) se actualizan en el altar y en los presentes.


Un drama existencial vivido en comunidad

               La dimensión esencialmente comunitaria del cristianismo nos recuerda el incuestionable carácter relacional de la persona; somos individuos interdependientes. Esto significa que, desde el mismo momento de la gestación, vamos siendo un organismo que sólo puede llegar a ser maduro y pleno si lo hace vinculado a otros: con presencia social significativa, sentimiento de pertenencia y con férreos vínculos personales.

Esto quiere decir que el simple “estar juntos con otros [“togetherness”] es suficiente para amplificar incluso la intensidad de sensaciones físicas; sin amigos o familia, incluso las más extraordinarias experiencias físicas o psicológicas resultan decepcionantes.

El mensaje evangélico se sostiene sobre esta realidad humana. No sólo ofrece una constante invitación a descentrar la mirada de uno mismo para focalizar la atención en el otro en cuanto necesitado; además, ser cristiano sólo se puede en comunidad, en Iglesia. 

Cada individuo se inserta en una historia de relación con Dios compartida a lo largo de los siglos y en el presente; comunidad a través de la cual, con la ayuda del Espíritu, se va desvelando el plan de Dios para el ser humano.

La celebración de la Eucaristía reúne la imprescindible experiencia individual de Dios con la dimensión colectiva donde se comparte esa experiencia; otorga a los demás la capacidad de ser interlocutores válidos para discernir la propia vida y la vida de la Iglesia.

La comunidad eclesial es el lugar del discernimiento, una piedra angular de la espiritualidad cristiana. Discernir supone ser capaces de sospechar que lo que parece de Dios y bueno, tal vez no sea ni bueno ni de Dios.

La celebración comunitaria no rebaja la experiencia personal del Espíritu, la cuida no la sustituye. Es importante insistir en esto último porque las celebraciones grupales que se vuelven   indispensables ‘para encontrar a Dios’ suelen terminar en sectarismos donde el síntoma principal es la anulación del sujeto, abducido por el grupo, con sensaciones y emociones inoculadas que no provienen de su personal relación con Dios; un simple contagio emocional colectivo un simple contagio emocional colectivo aupado en gestos, cantos y recitación de textos. La Iglesia tiene claro el peligro de manipulación emocional, alienación y sectarismo de algunas malas prácticas.

Que oportuna la observación que nos dice que los cambios en los individuos siempre se presentan de modo gradual, inadvertido pero significativo y permanente. Los giros de personalidad radicales y sorprendentes siempre son sospechosos de ser meras apariencias, impostaciones poco duraderas y profundas.

La fuerza de un buen relato

               El relato evangélico sobre el modo de ser y estar de Jesús de Nazaret formula aspectos que el oyente descubre como propios, para los que no había encontrado palabras; gestos y modos de ser que uno capta en sí mismo, anhelos personales que no había sabido formular.

Acudir a misa modela y modula nuestro modo de vivir en el mundo no sólo por la acción de la Gracia, también por acudir a esa experiencia individual y comunitaria en disposición de resonar armónicamente con el relato y su protagonista para descubrirse a uno mismo en Él.



Una relación presencial

               La Eucaristía no es una acción que realiza un lejano sacerdote a la que un grupo de fieles asiste pasivamente, como oyentes. Lo que se propone en la celebración es una auténtica experiencia existencial para todos los presentes en la que se produce una irrupción del tiempo sagrado en el tiempo profano que deja afectado a este segundo.

Esto sólo puede ser si los participantes lo hacen con plena conciencia de lo que están haciendo en las oraciones, en los gestos, en la escucha activa de la Palabra, etc. El reto pastoral, por tanto, está en lograr un ambiente celebrativo donde todos tengan un compromiso psicoespiritual profundo con lo que ocurre.

 Ofrecer una celebración bonita y alegre sin más o un rito formal y teológicamente perfecto, pero sin eco en los asistentes, no sería suficiente.

En el transcurso de la Eucaristía uno ensaya cómo ser ‘alter Christus’ para poder ir siéndolo en la vida en la medida de las propias posibilidades hasta, tal vez, poder afirmar como San Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi” (Gal. 2,20).

Esto es un camino de conversión que sólo puede andarse conscientemente con constancia y paciencia con uno mismo.

El Papa Ratzinger es muy claro al subrayar la importancia de la dimensn participativa de la Celebración Eucarística y alerta del peligro de mecanizar el rito convirtiéndolo en algo alejado de la existencia de los participantes, cayendo incluso en un intento de manipulación de Dios: “la adoración de Dios se convierte en un girar sobre uno mismo (...) un culto que se busca a sí mismo, convirtiéndose en una especie de autosatisfacción insustancial.

Sólo desde un encuentro personal con Cristo en contexto litúrgico se pueden producir los movimientos internos necesarios para que se den cambios humanos tangibles.

No podemos olvidar que la muestra de que la vivencia religiosa es auténtica es que el sujeto va estando en el mundo de modo diferente, más al estilo de Jesús, colaborando con la Obra de la Redención en donde trabajar en favor del ser humano en cuanto necesitado se va volviendo prioritario.

Acoger incondicionalmente, perdonar, escuchar, ofrecerse, compartirse o apoyarse mutuamente son actitudes humanas posibles para todos que Jesús de Nazaret vivió hasta el límite y aparecen en la Eucaristía.

En este punto es importante En este punto es importante insistir en que la transformación personal es un largo camino cargado de fracasos y de setenta veces siete nuevas oportunidades para el que es indispensable asumir la propia impotencia y pecado24; conviene ser muy consciente de uno mismo cuando hablamos de buscar alcanzar ideales antropológicos. Siempre estará acechando la tentación de verse a uno mismo perfecto y ‘limpio’ por asistir a misa (Lc 18,19-14); uno nunca cambia por el mero hecho de desearlo, el cambio lleva tiempo, esfuerzo y la verificación que da la realidad: ‘Por sus frutos los conoceréis’ (Lc 6, 20).

Hay personas que se sienten perfectos cristianos, satisfechos de sí mismos, merecedores de la más alta recompensa; no es extraño que sean despiadadamente duros con los fracasos e impotencias de otros.

“Lo importante no es la ausencia de imperfecciones, sino la pasión, la generosidad, la comprensión y la simpatía hacia el prójimo, la aceptación de nosotros mismos con nuestros errores, nuestras debilidades, nuestros defectos y virtudes, tan semejantes a los de nuestros antecesores y descendientes” (Rita Levi-Montalchini).

 Poseer un ideal humano como el que plantea Jesús, con conciencia de impotencia y de recibir constantemente una nueva oportunidad, ayuda a vivir en tensión, en camino, sin estancarse, pero sin engañarse por pensar que uno ha llegado; además nos vuelve humildes, solidarios y compasivos ante el fracaso ajeno.  Esto es el testimonio de Jesús en la Eucaristía que se convierte para nosotros en un instrumento privilegiado para un camino personal de conversión.

Algunos aprendizajes

“Necesitamos una amplia alianza humana, fundada no en el poder, sino en el cuidado; no en el lucro, sino en la generosidad; no en la sospecha, sino en la confianza”. León XIV

               Con demasiada frecuencia, nuestra religión ha sido instrumentalizada perversamente dando como resultado el efecto contrario al enunciado: maltrato y división frente a compasión y unidad.

Los ritos, los dogmas y la moral pueden ser utilizados indebidamente como vectores que definen una identidad grupal que habría que asumir para ser ‘uno de los nuestros.

Un uso perverso de la religión de Jesús de Nazaret por utilizar un ámbito sagrado, palabras de concordia y benevolencia, al servicio de todo lo contrario; un claro ejercicio de tomar el nombre de Dios en vano, al servicio de propio poder personal y colectivo, ideológico y material.

Para los cristianos, la singularidad de cada individuo humano es incuestionable e inviolable, ahí reside su dignidad, el gran valor innegociable que proclama el Evangelio. Generar un mundo sin divisiones no es generar un mundo uniforme; la primacía del amor en las relaciones interpersonales y sociales está al servicio de respetar la singularidad de cada persona que, sin embargo, es percibida como semejante. Es la base de la catolicidad (universalidad) de la Iglesia de Jesucristo.

Para promover una cultura del encuentro y del cuidado debemos aprender a mirar al otro como semejante, por tanto, más desde lo que nos une que desde lo que nos separa. “Que el Señor esté con vosotros”.

La iglesia no se reserva el derecho de rechazar a ningún ser humano, como no lo hace el Dios de Jesús de Nazaret. La primera enseñanza de ir a la iglesia se encuentra en la puerta abierta y en el banco compartido.  Formar parte de una inimaginable diversidad de circunstancias humanas y de personalidades a la que llamamos Pueblo de Dios.

Cada individuo es criatura amada y, por tanto, absolutamente respetable, templo del Espíritu Santo (1Cor. 6, 19). Entrar en la iglesia es entrar en un contexto de equidad, amor y paz; eso marca un modus operandi para quien entra que está llamado a exportarlo al salir de la celebración.

Pedir perdón, perdonarse, reconciliarse para caminar hacia una cultura del encuentro y el apoyo mutuo desde la compasión. Lo primero que hace un sujeto en la Celebración Eucarística es reconocerse imperfecto, pecador; todos, en voz alta para que todo el mundo lo sepa, para que caigamos en la cuenta de nuestra solidaridad en la impotencia. “Yo confieso ante Dios… y ante vosotros, hermanos”.

Podemos destacar el esfuerzo por reconocer nuestro pecado de omisión. No basta con no haber hecho algo malo, malas obras o malos pensamientos, sino que es importante considerar cuánto bueno podríamos haber hecho y no hicimos. La gran parábola del pecado de omisión es la parábola del buen samaritano (Lc 10:25-37) donde se muestra que lo propio de ‘los de Jesús’ es actuar impulsivamente desde la compasión; no hacerlo es pecar por omisión.

‘Por mi culpa’. Se trata de un acto de reconocimiento de estar en posesión de libertad suficiente como para tratar de ser dueños de los propios actos, para poner los medios y vivir al estilo de Jesús de Nazaret; al menos, de la voluntad de volver a intentarlo setenta veces siete.

Termina el momento penitencial con un importante ‘que roguéis por mí ante Dios”. Rogar los unos por los otros es un primer paso de responsabilización, buscar y desear lo mejor para ellos; custodiar al otro diferente como si fuera uno mismo, nos convierte en sacramentales para ellos, una extensión del amor misericordioso del Creador.

Escuchar a la Palabra de Dios. No somos autosuficientes que interpretan el vínculo con Dios y con los demás a nuestra manera. Hemos sido recibidos de Dios, en Dios está el criterio último sobre el modo de ser humano y en Jesús su respuesta encarnada. Jesús es la Palabra última y definitiva de Dios para el ser humano y, por tanto, una invitación a seguir avanzando, es decir, a cambiar. Si escuchar el evangelio en cada misa no interroga al propio modo de proceder, se está escuchando mal, sin la atención o la disposición debida.

Del Ofertorio al ofrecimiento. Los frutos del trabajo y del esfuerzo, se reciben con agradecimiento, no con sensación de merecimiento. Uno no es propietario de la realidad creada ni de su finalidad.

‘Por Cristo, con Él y en Él’.  Toda materia está en adelante encarnada... desde la encarnación del Hijo...en la encarnación, lo Divino penetra tan bien nuestras energías de criaturas, que para encontrarlo y abrazarlo no podríamos hallar mejor medio que nuestra propia acción... en la acción me adhiero al poder creador de Dios... me convierto no sólo en su instrumento sino en su prolongación viviente”.

La Eucaristía invita a caer en la cuenta de que todo lo creado sea visto como huella de Dios y a que toda acción humana sea instrumento de la irrupción de lo trascendente en la realidad. Esto descentra la mirada del propio ego focalizando el sentido de la propia existencia en el querer e interés de Dios; exorciza cualquier tentación de protagonismo.

Comunión, bendición y envío Tras la comunión, el gran gesto de la unión

fraterna en Cristo viene la consecuencia: el envío en misión. La despedida podéis ir en paz se contrapone directamente con toda posible narrativa de confrontación.

¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando anda desnudo. No lo vayas a honrar aquí dentro con paños de seda, mientras allá fuera lo olvidas a Él, afligido del frío y la desnudez (...) Aprendamos a ser sabios y a honrar a Cristo en la forma que él quiere.

San Juan Crisóstomo



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