Dios mío, ten piedad de mi que soy un pecador
Saludos hermanos:
El domingo pasado escuchamos el llamamiento de Jesús a
orar siempre y sin desfallecer, hoy nos alerta de que no es suficiente con orar
siempre. 
Hay que orar bien, de la forma correcta. Todos  sabemos que no podemos desear mal a nadie y es
una blasfemia pedir a Dios el mal para alguien. Pero puede haber oraciones
“equivocadas”, que no sirven para escuchar a Dios, sino para gloriarnos de nosotros
mismos. 
Los piadosos corremos el riesgo de
utilizar la oración para  justificarnos a
nosotros mismos, aunque sea con el desprecio al prójimo y ofensa al Dios que
escucha la oración del oprimido y acepta la plegaria de quien le sirven de
buena gana. 
Nos hemos acostumbrado a que se nos
reconozcan los méritos. “Hemos trabajado y estudiado tanto que me lo merezco”, solemos
decir. Esta es la mentalidad del mundo, lo he conseguido por mi mismo, en el Reino
de Dios todo es gracia, don de Dios
 “El
Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas.” Ante Dios no
hay diferencia entre pobres y ricos, humildes y poderosos. La justicia de Dios,
si por algo se caracteriza, es por estar siempre del lado de los más pobres, que
escucha la oración del oprimido y acepta la plegaria de quien le sirven con
humildad y de buena gana.
El fariseo satisfecho de sí mismo no reconoce la bondad
de Dios, solo reconoce sus obras, pero lo que le perdió fue el considerarse
superior a los demás. Ser bueno implica también ser humilde.
A los ojos de los
hombres, el publicano era un ser despreciable, pero Dios, que no ve las cosas
como los hombres,  lo  ama y escucha. Y le concede la justificación,
la gracia, porque fue sincero para con Dios. El afligido invocó al Señor, y
él lo escuchó.
Se trata de ponernos en nuestro lugar, de ser humildes
de corazón, y reconocer que estamos necesitados de la gracia de Dios, para
poder alcanzar la salvación. Nuestros méritos ante Dios no son las muchas obras
buenas, sino el querer ser mejor, convertirnos, reconocer nuestra debilidad y
caminar en presencia del Señor. 
Agradecidos por que hemos hecho lo que teníamos que
hacer nos consideramos siervos
inútiles (Lc 17,-10). Como un niño pequeño que busca con la
mirada a su madre, y, al verla, se duerme tranquilo. El reino de Dios pertenece
a los que son como ellos y confían en el Señor. (Lc18,16).
Si reconocemos que Él nos ama, y nos ofrece su mano
para seguir adelante, entonces estaremos por buen camino. Y todo lo que
hagamos, será por Dios y para Dios. Lo dice san Pablo: “He peleado el buen
combate, he terminado la carrera, he mantenido la fe.” El Señor estuvo a mi
lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el
mensaje y lo oyeran todas las naciones. Ojalá nosotros podamos decir lo mismo y
nos sentiremos  justificados, como el
publicano,   nunca es tarde para volver a empezar.
      Señor,
reconocemos nuestras dudas y debilidades, perdona nuestros pecados y
concédenos: que no nos acomodemos a la justicia del mundo, sino a tu justicia: que
reconozcamos tu amor único y tu misericordia infinita. Amén 

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